Documentos y homilías de Monseñor Oscar Sarlinga

miércoles, 1 de enero de 2014

Mensaje pastoral de Mons. Oscar D. Sarlinga para el nuevo año 2014.

Sencillamente, “renacer” es esencial. 
Hermanos, hermanas de nuestra querida diócesis:

Les narro que desde hace años observo un santo estremecimiento durante las letanías cantadas en las celebraciones de ordenación, sea diaconal, sea sacerdotal, y se trata de un estremecimiento que lo es de todo el Pueblo de Dios que participa: “Danos la alegría de anunciar el Evangelio”. Por ello fue un motivo de gozo el saber que las primeras palabras de la exhortación apostólica del Papa Francisco han sido: “Evangelii Gaudium”: el gozo, la alegría del Evangelio, que renueva nuestra vida humana y cristiana, pues de esto se trata, y tanto más lo pido que lo consideremos ante el nuevo año del Señor que iniciamos: ponernos a disposición para ser renovados en la Gracia divina, lo cual significa, lisa y llanamente, “renacer”.

En realidad, renacer es esencial. ¿Puede un ser humano “nacer de nuevo”?.
Renacer es producto del habernos antes vuelto “materia dispuesta” (en modo analógico de decir) al cumplimiento de las promesas (en sentido de plenitud), a la renovación que el mismo Dios quiere realizar en nosotros: Cristo naciente, Cristo Resucitado, se dirige a nosotros para que “creamos”, y lo hace con una potencia que nos llena de inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

Renacer implica dejar de “matar” (analógicamente hablando o propiamente) y dejar de hacerse inútilmente matar. Basta de “guerras” entre nosotros: los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Viva la paz proactiva, constructiva, dinámica, transformadora. Sin esa dýnamis de Paz no se diseña ni se construye. Y la hace Cristo, no otro; ni la hacen las meras tácticas. La hace “la estrategia del Evangelio” que es superadora.
¿Renacer?. Sí. Y sí… si acogemos, si recibimos con confianza el don de la regocijante fe, como la de María Santísima, que fue proclamada bienaventurada por su prima Isabel, “por haber creído en el cumplimiento de lo que el Señor le ha dicho” (Lc 1,45).

Renovada llamada. Es por esto que, ha llamado renovado, somos fortalecidos con renovada vocación a dar testimonio de una pertenencia humanizadora y evangelizadora de manera siempre nueva, con un “caminar” nuevo, con un “diseñar” nuevo, con un “construir” nuevo, de modo que crezca en nuestro interior la visión espiritual del moviente y confortante signo iluminador, que lo es a la vez de María y de la Iglesia: “Un gran signo apareció en el cielo: una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap 12,1). María misma constituye el “Signum Magnum” que proseguirá a reflorecer, incluso sin verse ostensible, en nuestro mundo de hoy, aunque quizá no sin algo de dolor; sólo Dios sabe cómo, nosotros vivamos en el realismo de la esperanza, como tantas veces lo hemos clamado.

Ahora bien, nadie renace sin aceptar el espíritu de las bienaventuranzas, para lo cual, como he mencionado, primero hemos de enraizar la actitud profunda de “terminar con las guerras” (interiores, internas, externas, exteriores…. Cf. Evangelii Gaudium 98), terminar con ese germen en cierto modo fratricida que anida en corazones que no se dejan cuidar por la Mano del Padre. Desde el creer, movernos hacia una dimensión existencial del creer, hacia una “fe vivida” (que es caridad), de modo tal de ser bienaventurados, por creer “aún sin haber visto” (Cf Jn 20,19), incluso en medio de pruebas y dificultades, que no nos van a faltar, pero que no nos vencerán, con la ayuda divina. Renovemos, renovemos en nosotros la actitud fundante, de humilde pedido: “Danos la alegría de anunciar el Evangelio”: “La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22) a la que se refiere Evangelii Gaudium.

Entonces, a Año Nuevo, más que de manera maquinal o semimágica (lo cual a ninguna parte buena nos llevaría) la radicación de una renovación está en “orar en espíritu y en verdad” (¡empecemos por allí, por favor! por esa “puerta estrecha” que en realidad es “camino ancho y real” como afirmaba Santa Teresa de Jesús) y en aceptar el convertirnos en creaturas nuevas, por obra de la Gracia; creaturas que, en razón de su renovación aceptada, pasan a vivir de relaciones nuevas entre sí; creaturas que se profesan una “mirada nueva” (Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo; Cf. Evangelii Gaudium 88). Mirémoslo con una “mirada”, también “nueva”.

La mirada. Pasa un poco desapercibido, el tema de la “mirada” pero también proviene de lo esencial. Por ello hemos estado compartiendo la temática, y las imágenes, de “la mirada de la Virgen”. También recoge esa inspiración la Evangelii Gaudium, en el número 287: “Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores. En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de “noche de la fe” —usando una expresión de san Juan de la Cruz—, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio”.

Recibir la Luz de Cristo, para crecer en semejanza de la primera comunidad de creyentes.
Podemos estar seguros de recibir la Luz de Cristo, aunque por momentos pueda estar velada a nuestra vista, o semi-velada. Hermanos, hermanas, en esta solemnidad de María Madre de Dios y a la vez flamante comienzo de un Nuevo Año en medio de nuestros transcurrientes tiempos, auguro, deseo, felicidad y paz para todos ustedes, sus queridas familias, las parroquias y comunidades todas. Nos dé Dios un Año Nuevo 2014 signado por el Amor de Cristo, por la esperanza que no defrauda, y por la fe. Ese Amor lo auguro también y sinceramente para quienes no comparten nuestra fe, no nos conocen, o tal vez no nos quieren tanto.

Que nuestra comunidad diocesana, se convierta cada vez más en semejante imagen de la primera comunidad de los creyentes, la cual, unida a María la Madre de Dios, no tuvo necesidad de ver “físicamente” para creer en el Poder del Resucitado (Cf Jn 4,48), porque ese Poder obraba en ellos.
Y que dicho signo, profundamente enraizado en nuestro espíritu, lejos de quedar fijado en una intimista impresión, nos mueva a trabajar por la Paz de Dios, y la solidaridad realizada y transformadora de nuestros ambientes de vida, en esta Jornada Mundial de la Paz centrada en la fraternidad.
Quiera Dios hacernos rejuvenecer día a día en el Espíritu, y también, cada día, como ha sido nuestro deseo fundante, “nacer de nuevo”. Les pido también recordemos en la oración el día 1ro. de enero a nuestro primer Obispo, Mons. Alfredo Esposito Castro, quien cuatro años atrás, el 1ro. de enero de 2010, partió a la Casa del Padre.

A todos, muy queridos: ¡Feliz, sereno, esperanzado, realista y dinámico Año 2014!. ¡Santo “kairós” de bendición!. El Divino Niño Jesús nos acompañe y guíe.
Con un corazón que los abraza, en el Señor de todos, implorando protección de la Virgen Madre de Dios y Madre de la Iglesia, Madre de la Divina Gracia, María Santísima, y la protección de San José, el glorioso Patriarca a quien también encomendamos el 2014.

+Oscar D. Sarlinga
Obispo de Zárate-Campana. 
 
En Campana, el 30 de diciembre de 2013, con los mejores deseos y augurios de protección de la Madre de Dios para el cercanísimo 2014, ya desde mañana 31 por la noche.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Saludo Pascual de Mons. Oscar Sarlinga

Cristo resucitado de la iglesia concatedral de Belén de Escobar (Zárate-Campana)
Hermanos, hermanas

El Señor Jesús es nuestra Luz. En la misa crismal he tenido la oportunidad de expresar cuánto me conmovió escuchar (de la homilía del Papa Francisco del martes 26 de marzo) una gran verdad que, pese a conocerla, no siempre tenemos presente: qué bello es ser perdonados, pese a nuestra “noche provisional”o bien cuando puede “ser de noche”, ya sea “fuera y dentro”. Se trata de llegar a lo que él mismo ha dado en llamar nuestra “periferia existencial”, con esa Luz.
También les expreso de corazón a todos, en este tiempo santo, como cuando inauguráramos el Año de la Fe en nuestra diócesis (el 12 de octubre de 2012), al término de la homilía: “Gracias, hermanos. Perdón, hermanos”. Quisiera que ello se enraizara en nosotros como una actitud profunda y a la vez proactiva, iluminada de lo Alto. Es una actitud sin la cual será difícil que cambiemos por dentro, en esos paradigmas de endurecimiento pudieron infligirnos daño u obscurecernos (ponernos “de noche”), en las profundidades de nuestra historia, personal y comunitaria. Dejemos entrar cada vez más la gracia en nuestros corazones; abramos el corazón al Amor de Cristo, en la "periferia existencial" y en el "centro cordial".

Les auguro paz, y el gozar de los dones del Espíritu Santo, renovadamente en esta Pascua.

Feliz Pascua de Resurrección

+Oscar Sarlinga
Obispo de Zárate-Campana

Víspera de Jueves Santo 2013

lunes, 11 de febrero de 2013

Mensaje de Cuaresma de Mons. Oscar Sarlinga 2013

"Movidos por el Amor apasionado y gratuito” «Cuando el Todopoderoso quiere mostrar que una obra viene sólo de su mano, entonces reduce todo a la impotencia, y después, Él obra». (Bossuet)


Queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas en Jesús, Buen Pastor:
Nos aproximamos ya al santo tiempo de Cuaresma, que comienza este próximo miércoles de ceniza, en este año de la Fe, 2013. El Santo Padre nos ha hecho reflexionar, con su Mensaje, en que “Creer en la caridad suscita caridad”, pues «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16).
Llamada y respuesta. Dispongámonos a mirar, ver, escuchar y responder.
Cuaresma es tiempo privilegiado para “mirar al que hemos traspasado” (Cf. “Mirarán al que traspasaron”, dicho en Jn 19,37).  Es decir, mirar, y ver, a Cristo. Y escucharlo, en y por su Espíritu, es decir, “contemplar su Rostro”; y luego, más que imponer nuestro propio decir y hablar, abrirnos a la escucha de su Palabra, que nos abre a la vez al “amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros”, como nos lo afirma el Papa Benedicto en su Mensaje de Cuaresma en este 2013.
Y efectivamente, este “apasionamiento” es certísimo, tanto que el amor, el verdadero, es fruto del Espíritu Santo, y que nuestra respuesta a la llamada del Espíritu, más que obligación a causa de“ser comandados”, es “respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro” (Cf Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 1).
¿Por qué cuesta tanto dar y recibir respuesta?. ¿Podríamos dejar de notar una extendida “desatención”?. Me refiero a una especie de un permanente “seguir el carnaval” (despojado éste de su significación primigenia, como días de particular festividad, que precedían a la penitencia cuaresmal). Estruendos, abundan. A nuestro alrededor (por no hablar de nosotros mismos) muchos miran sin ver, pocos atienden, muchos “oyen”, pocos “escuchan”. Tantísimos, sin embargo, “esperan”, y de esa “espera” nosotros, “los apóstoles”, los evangelizadores (obviamente incluyo al laicado), debiéramos sentirnos “deudores”, tanto así, que toda cómoda o apoltronada instalación o reniegue, en este aspecto, nos debiera preocupar, y mucho. Sería “no querer responder”.
Sacar de los males, bienes.
Cito la frase del Mensaje del Papa, “respuesta al don de amor” muy de corazón, porque sólo esa experiencia de gratuidad, y de Pasión será la que podrá de verdad mover a conversión. Quien vive la gratuidad, se deja moldear “un corazón de carne”. Quien no, tristemente avanzará hacia la petrificación del corazón (“un corazón de piedra”).
Porque es la categoría de “encuentro gratuito, amoroso” con Dios Amor la que tiene el poder de disipar en nosotros esa especie tan particular y densa de oscuridad, esa densa y negra como un bitumen, el cual, ennegreciéndonos, nos “impide” -en el sentido más propio- el ver que no es otro sino el amor misericordioso de Dios el único que «revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre (...) y que, así, “constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo” (Cf. Beato Papa Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 6).
Impotencia de nuestras solas fuerzas y Potencia del creer
Por no vivir en plenitud la “gratuidad”, por “desconfiar” (la desconsoladora desconfianza enraizada en el espíritu humano), tantas veces nos sentimos frustrados y casi impotentes, incluso (o en especial) ante nuestro pecado, ante todas las consecuencias de éste (que ni siquiera llegamos a mesurar) o bien ante nuestro endurecimiento, o el de los otros, todo lo cual pareciéramos no poder modificar de ningún modo, o muy poco. Puede dejarnos perplejos la desproporción entre los medios que (con la mejor intención) pudimos haber puesto para que “todo vaya para mejor”, y la realidad que pensamos haber “conseguido”. La actitud que estaríamos llevados a experimentar es la de “abandono” en el sentido abandónico, algo así como el haberse apagado la luz.
¿De dónde surge esa obscuridad?. Esto es así porque en la gravedad del pecado como “voluntaria aversión a Dios” hay siempre, en un sentido u otro, cierto acto de procurar «extinguir el Espíritu» (Cf I Tes. 5, 19), esto es, el procurar extinguir al Compañero inseparable, Dulce Huésped del alma, Consuelo y Dador de bondad, Padre de los Pobres.  Una especie de “apagón”.
Sin embargo, la apertura al Espíritu hace que la luz nunca se apague, porque es divina. Los invito a interpretar algún “signo”, y a estos efectos, les aporto algo que recuerdo haber leído en las obras del Obispo y predicador, Bossuet: «Cuando el Todopoderoso quiere mostrar que una obra viene sólo de su mano, entonces reduce todo a la impotencia, y después, Él obra».
Así, aun esperando contra toda humana esperanza, tengamos siempre divina esperanza, porque son los “esperanzados” y los “esperanzadores” (y en este sentido, los “anawin”, los “Pobres de Yahweh”) los que reciben la divina transformación esperada, de manos del Altísimo.
Muchos signos del Amor están a nuestro alrededor, mucho hemos caminado, en nuestro “itinerario hacia la Pascua”. El desear calibrarlo con la mensura “de este mundo”, de nada nos servirá; apliquemos la mirada con los ojos de la Fe, la “virtud-puerta”, y, para nada menor, sino más bien de modo fundante: “a la luz del contenido de la Fe”, de la Iglesia.
Creamos, todo es posible para el que cree, pues, aunque muchas cosas nos cuesten o duelan, cuando el Señor nos hizo “suyos”, nosotros «hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Ahora, “es tiempo de caminar” (como solía aconsejar santa Teresa de Jesús, que de camino sufriente, bastante sabía).
María, Auxilio nuestro
La Virgen Madre, Mujer creyente, Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Madre de la Divina Gracia, nos guíe en la Cuaresma, en un itinerario de penitencia purificadora, conversión plenificante (que incluya, real y existencialmente, la solidaridad como dimanación de la caridad, también “hasta que duela”), “per crucem ad Lucem”, por la Cruz, a la Luz.
Con mi afecto y bendición,

+Oscar Sarlinga
Campana, 10 de febrero de 2013

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Mensaje de Mons. Oscar Sarlinga para la Navidad

Imagen del pesebre del retablo de la iglesia cocatedral de Escobar

23 de diciembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas

En lo que va de este Año de la Fe al que nos ha convocado S.S. Benedicto XVI, y al cual como diócesis hemos dado apertura solemne el 12 de octubre en Nuestra Señora del pilar, he pensado mucho en la maternidad divina de María, por ser Ella la Esposa del Espíritu Santo, y como, a partir de su Hijo Jesucristo, sigue engendrando y dando a luz a las almas predestinadas, en el sentido paulino, para que vivamos como creaturas nuevas, creaturas sanadas por la gracia, creaturas de un “pueblo mesiánico” que es la Iglesia, cada uno de nosotros con una vocación y elección, dentro de la gran vocación natalicia a la santidad. Todos somos pecadores, y por consiguiente sujetos a la muerte, y necesitados de la misericordia infinita de Dios; la “Navidad interior”, esto es, el misterio vivido en el corazón, nos ayudará a verlo como “misterio interior, renovador, misterio que nos hace profundizar en el verdadero “discurso de Jesús”, que es la humildad, la de Dios omnipotente que se hace hombre, frágil, hermoso, que nos sonríe desde el Pesebre. Desde esta perspectiva, una Navidad vivida en el misterio de Dios, es “medicinal”, o, como verbalizaba San Agustín, “la primera medicina de la cual tenemos necesidad” (Cf De Trin. 8, 5, 7; P.L. 42, 952).
Pienso que sólo desde aquí puede renacer en nosotros una vida buena; sólo desde aquí puede renacer la gracia del perdón, la de perdonar y ser perdonados. Me invito y los invito, en Navidad, el Nacimiento, el acontecer del Niño, a escuchar la amorosa (y lapidaria) frase evangélica: «Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos» (Mt 18, 2). Misterio y desafío. Hay mucho afán del poder por el poder mismo; tanta prevaricación de los corazones, tanta inmunda calculación, traición, tanta ingratitud, tanto egoísmo… pero sobre todo, y esto es lo importante, tanta esperanza, tanta luz, tanta bondad.
Esa luz nos iluminará para ver, con los ojos de la fe (tanto más en el Año de la Fe) que Belén, la que fuera la aldea perdida en el recuerdo en Tierra Santa, ha sido la esperanza por excelencia de un mundo renacido, y sigue siéndolo también para nosotros, hoy, aquí, en las circunstancias concretas de nuestra vida, en la cual  Belén deviene nuevamente la Bethlehem, la Casa del Pan, promesa y garantía de la paz y de la justicia del Reino en nuestra vida, de la Mano amorosa de Jesús, el Niño, el Hombre-Dios, el dador del Espíritu que nos consuela en todas nuestras luchas.
A María Santísima, Esposa del Espíritu Santo, Madre de Dios-Hijo, Hija de Dios-Padre, los invito a clamarle con gozo, en esta Navidad:
• “Dichosa tú que has creído”, porque ante el anuncio del Ángel, aceptó la voluntad de Dios, como Servidora, porque, siendo Mujer de la escucha, creyó.
• “Dichosa tú que has creído”, porque pese a haber entrevisto lo que significaría su misión, y tal vez haber entrevisto también los sufrimientos que le traería, sin embargo, confió y creyó, en Dios, el Único Amor, el Único que no desconsuela ni defrauda.
• “Dichosa tú que has creído”, porque no se guardó para sí misma la pregunta que formuló al Ángel, paradigma para nuestra fe, y aceptó una misión que para la humanidad era imposible, pero no para Dios; porque creyó, y de este modo esa “pequeña mujer que encontró ese día lo Infinito” recibió ya en ese momento el Sol de Justicia que la hizo “la Mujer revestida de Sol” y nos abrió así horizontes infinitos de esperanza, haciendo que en un camino de vida, donde nadie nos dijo que no tendríamos oscuridad alguna, a la oscuridad, sin embargo, siempre le ganara la luz de la fe, del amor, de la verdad profunda, la que “germina de la tierra” (Ps. 85).
Y al Padre de los Cielos, Señor de los Ejércitos, Padre de Amor y de Ternura, le confiamos nuestro corazón y nuestro itinerario de vida, el nuestro, el de nuestras familias, comunidades, el de nuestra patria, en el Nacimiento de Jesús, en la humilde y gloriosa Navidad, con acción de gracias, como es propio de los bien nacidos, el ser agradecidos.
Haciéndonos como niños, te decimos, te clamamos, ¡Gracias, Padre, de corazón, por tu Hijo Jesús, el Niño, en el Espíritu de Amor!. Bendícenos y que nada consiga apartarnos de tu Mano, que ninguna oscuridad ni maldad cubra en nosotros la irradiación de tu luz divina.

Feliz y Santa Navidad.
 Amén.
+Oscar Sarlinga, Obispo de Zárate-Campana


lunes, 10 de diciembre de 2012

Mensaje de Mons. Oscar D. Sarlinga en la Inmaculada Concepción de María Virgen

8 de diciembre de 2012
Año de la Fe

La Inmaculada Concepción, “la llena de Gracia”, Madre del Mesías Salvador
En cumplimiento del espíritu profético de la Virgen María, a saber, “me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 39-56), hoy, en la solemnidad de su Inmaculada Concepción, en este Año de la Fe de 2012, queremos manifestar, exclamar, declamar, nuestro amor a Ella, Madre de Dios y de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros. “Bienaventurada” es por siempre, pues el Evangelio, al asegurarnos que la Virgen es Madre de Dios (Cf Lc 1,26ss) nos ofrece la base granítica, a la que no puede rozar sombra de duda, para dar a María el honor debido y la efusión de un sentimiento afectuoso, el cual, como amoroso eco, se resume en el Hijo, en Cristo, Pastor y Obispo de nuestras vidas, Hermano nuestro.
Ella, María, en cuyas manos de Madre ponemos nuestras frágiles vidas, es la “llena de gracia” (Lc 1,28), laKekharitouméne, la cual nos ha dado a Jesucristo, razón por la que cada uno puede ver cuánto el ejemplo de la Virgen, su intercesión, su protección, nos ayudan grandemente, como fieles suyos, a renovarnos interiormente y a reconciliarnos con Dios y con los hermanos, así como a huir del pecado y de sus consecuencias, en especial de la injusticia, presente como “misteriosamente” en todo pecado.
Celebremos hoy, este 8 de diciembre, hay mucho que celebrar, porque la “Inmaculada Concepción”, más que una “advocación”, o “título” de la Virgen, es lo que Ella misma es. La Virgen misma es la Inmaculada Concepción, porque Ella, la Virgen, es la obra maestra de la redención obrada por Cristo. Por la potencia de su amor y de su mediación única y universal, Cristo ha obtenido que la Madre fuera preservada del pecado original; por ello María ha sido totalmente redimida por Cristo, ya antes de ser concebida, en razón de la misión que le reservaba el Padre[1], el ser Madre del Mesías Salvador.

Entre nosotros se realiza también la imagen de la Iglesia como “pueblo mesiánico”
Es verdad que no habría Iglesia sin Cristo, es verdad también que el Cuerpo de Cristo es la Iglesia, su Pueblo. Es la ocasión, por esto, de redescubrir también hoy, nosotros, a la Iglesia como Cuerpo del Salvador, como Pueblo peregrinante de Jesucristo, el Ungido del Padre, nacido de María Virgen.
La Iglesia es pueblo mesiánico[2] porque, con el don recibido, el «sentido de la fe» procedente de la unción del Espíritu, se hace “pueblo profético” que exhorta con amor y con mansedumbre a todos los hombres a la conversión. Nuestra vocación y misión poseen también ese sentido profético. Desde esta perspectiva, la misión es un centro irradiador del “profetismo de la esperanza”, esa esperanza en que todo cuanto ha sido sembrado entre nosotros, en especial en la conmemoración de los 60 años de la convocación del Concilio Vaticano II, sea cultivado y produzca cosecha abundante, conforme a la voluntad de Dios, que da a uno a sembrar, a otro el cosechar (Cf Jn 4,37).
Para dar testimonio de esa índole mesiánica que tenemos como Pueblo, necesitamos esperanza. Me refiero a la esperanza teologal, más que a las meras “expectativas” o “ganas” o “tendencias” con las que a veces nuestras mentes pueden confundirse, al no escapar del todo al subjetivismo, relativismo, o incluso secularismo imperante. La esperanza verdadera es la que “renueva”, porque es Dios mismo quien dijo “Yo hago nuevas todas las cosas”; es Él, con su Gracia, el que tiene el poder de hacernos “nacer de nuevo”, y por eso la esperanza nos hace renacer, y por eso también la enseñanza de la Iglesia reactualiza la palabra que Dios Padre, en el Hijo Jesús (el Verbo) “dice” desde el origen del mundo, y que el Espíritu de Amor reactualiza hoy y hace comprensible, en el tiempo, y en los tiempos nuestros, creaturas históricas, y que podemos hoy resumir en estas tres bíblicas exhortaciones: “escucha”, “recuerda”, “conviértete”. En esto radica la base de la pastoral, de toda pastoral, a través de “la escucha de la fe”, de la catequesis, y de la misión que de allí procede.
La esperanza, queridos hermanos y hermanas, promueve al mismo tiempo una dinámica evangelizadora y promotora de la dignidad humana, de tal modo que hace desarrollar y crecer una interrelación mutua de caridad, de participación, de colaboración, de mutua ayuda, al modo como vemos en la comunidad eclesial del libro de los Hechos (Cf Hech 18,1-4).
Se trata de amar con amor gratuito, como María. Lo que aceptó la Virgen, por excelencia, es la “gratuidad” del Don de Dios. Hay que ser muy humildes para aceptar “gratuidad”. Aceptarla implica estar movidos por el Espíritu, sin sobreestimarnos a nosotros mismos, o creernos los detentores de lo absoluto, del conocimiento, de los poderes, más allá de la entidad que estos “realísticamente” tengan, si es que fueran mirados desde una escala más global. Porque, en el fondo, no hay otro “poder” que valga que el “poder de dar la vida” y esto con obediencia, la obediencia a quien compete prestarla, y una obediencia amorosa, en cierto sentido, “a los hermanos”, se trata de una “interobediencia” una “inter-escucha”.
Por esta “interobediencia” en el amor resulta que en una comunidad cristiana, parroquial, diocesana, u otra, se hace tan importante cultivar la auténtica corrección fraterna[3], para lo cual, primero, hemos de ponernos siempre a la escucha, como María, estar en relación con todos, y en especial con los más pobres, con los pequeños, los sencillos, a la manera como lo refiere San Pablo, es decir, no creyéndonos llenos de sabiduría, “sino con el amor gratuito”(cf 1 Cor 13).
Así como podríamos decir que sobre la Inmaculada Concepción de María fue concebida, por obra del Espíritu, la Cabeza de la Iglesia y en este sentido fue edificada, ya en cierne, la Iglesia, es también con espíritu de edificación como ha de ser comprendida la colaboración y el diálogo, de modo que se sienten las bases en común para ponerse a “edificar” la Iglesia. Ésta es lo que es, Cristo en el mundo, Pueblo de Dios, y a nosotros nos toca ponernos a orar y a trabajar en esta obra, la que es agradable a Dios, la que asciende “con suave fragancia”, como sacrificio, y que a la vez desciende “como bendición” sobre nuestro pueblo, porque, como ha dicho el Señor a través del profeta Jeremías: “Yo encontraré mi gozo en hacerles el bien” (Jer 32,41).

En la Inmaculada Concepción se refleja la Belleza infinita
Por último, hermanos y hermanas, oímos hablar tantas veces de relativismo y secularismo; son desafíos que hemos de asumir en una nueva evangelización. Me referiré sólo a una de las manifestaciones de aquéllos, y quiero decirles que existen tantas “falsas luces” que atraen nuestra atención, nuestra fascinación, tantas falsas bellezas que nos encandilan en este mundo en que ni todo ni mucho es como aparece; pseudo-bellezas que en realidad terminen obscureciendo nuestra mirada, y pueden enceguecernos. Así, podemos enunciar como fatuas, aquellas “falsas bellezas” que, por autorreferentes,  no translucen la Belleza del Creador,  o bien los espejismos del afán de predominio, de la fascinación del poder por el poder mismo, de la hipocresía que nos deja bellos por fuera (en el mejor de los casos) y feos por dentro, el abuso en ámbito moral e interrelacional (y otros), el mal uso del sexo, el no poner importancia más que en nuestro propio interés por encima del bien común. Todo esto puede atraer –enfermizamente- nuestras potencias y nuestras facultades, pero en el fondo y al final nos dejarán bien encajada en nuestro interior una profunda tristeza, una “nada” interior e incluso un sentimiento de vacío existencial que en nada nos potencia, sino todo lo contrario; no dan para otra cosa.
Pareciera que la contemplación está fuera de moda, “out”. Pero es tan propia del ser humano (porque del Creador salió hecho limpio, y para la adoración, y esto nunca fue destruido) que, si no se da como “viene la mano”, por la vía que corresponde, algo tiene que suplantarla, porque es necesaria, y así la suple, por ejemplo, otra clase de “fascinaciones”, a las que se eleva a “adoración”, pero que sería falsa. En eso consisten todas las idolatrías del corazón. En cambio, la contemplación de la “Toda Hermosa” es una “vía directa”. Nos ayudará en nuestro camino de fe, porque llena de Gracia como es la Virgen, llena del Espíritu, cuya Luz brilla con incomparable esplendor, nos hará participar de ese culmen de donaciones de Dios. La belleza de María nos ayudará a concentrar nuestra mirada y quitarla de las luces fatuas, las cuales por más que nos deslumbren van a terminar obscureciéndonos, haciéndonos seres obscuros u obscurecidos, por lo menos.
Vías, caminos, de oración, esto necesitamos. Desde la oración y en ella, querríamos hoy también proponer la “vía de la belleza” de María, la que Ella tiene como Esposa del Espíritu Santo, como “toda hermosa” (tota pulchra), como ideal supremo de perfección al que ningún artista ha logrado plasmar en plenitud, como “la Mujer revestida de sol” (Ap 12,1), en la cual los rayos purísimos de la belleza humana se conjugan con los rayos luminosos, soberanos, de la belleza sobrenatural.
Que en este día de la Virgen Santísima que la gracia divina esté con ustedes, como nos lo deseó San Pablo: «la gracia esté con todos aquellos que aman a Nuestro Señor Jesucristo con amor inmutable» (Ef. 6, 24)


+Oscar Sarlinga
8 de diciembre de 2012



[1] CF BENEDICTO XVI, Audiencia general, Aula Pablo VI, Ciudad del Vaticano, Miércoles 7 de julio de 2010
[2] Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9.
[3] Cf CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, 37

jueves, 6 de diciembre de 2012

Carta de Mons. Oscar Sarlinga con ocasión del comienzo del adviento.

El Adviento constituye una Casa del Pan”,
un “Bethlehem”, un Belén esperanzador para nuestras vidas

Queridos hermanos, hermanas, tengan ustedes todos un sereno y feliz comienzo del tiempo de Adviento, “tiempo de María”
Puesto que la esperanza da sentido, fortaleza interior (Cf  I Tesalonicenses 3, 12-4, 2) y alegría de verdad a nuestra vida, los invito a “hacer un alto” y considerar el comenzar con ese espíritu este maravilloso “tiempo de María”, tiempo precisamente, de esperanza, también penitencial, en el cual la misma liturgia se adecua, con mayor sobriedad, para favorecer la reflexión, la meditación, el recogimiento, la conversión, transformación, de los corazones, que nos lleven a recibir al Niño naciente. Se ha cumplido la promesa del Señor a Jeremías (Cf Jer 33, 14-16) pues la germinación de justicia y bondad que Él suscitó ya nos ha liberado, y viene. Sí, Él viene con el poder del Amor.
Veamos nuestro acontecer diario. Hay muchas fatigas. No pocas veces hay dificultades que llevamos con pesadez, ansiedad, y corremos el riesgo de “perder horizonte”. Incluso puede acosarnos el frenesí. ¿Es digno el vivir de ese modo?. ¿Podríamos trabajar nuestro convencimiento para vivir “de forma distinta”, y si es así, de qué forma?. Pienso que mucho nos reconstituirá por dentro el detenernos un poco, a ver cómo reforzar (o recuperar) la esperanza verdadera, la cual es muy diferente de esa caricatura pseudoesperanzada de la “expectativa anxiógena”, de la fragmentación psicológica e incluso espiritual, a las cuales nos somete el mismo frenético modo de “durar en lucha” más que de “vivir” (de hecho, las ansias en cierto modo son sintomáticas de disturbios, en todos los órdenes de la vida humana). Claro, este cambio no resultará cual simple fruto de nuestro esfuerzo, es la Gracia la que tiene la preminencia, es la Gracia y el Don del Espíritu. Por eso, los invito a tomar muy en serio el querer recibir “la gracia especial” serenadora y sanante, de este tiempo propicio (es decir, de este “kairós”, como nos lo dice la Biblia). 
Tenemos para lo anterior una poderosísima ayuda. María, la Madre y Señora, nos guía hoy de modo especialmente luminoso. María “la Mujer de la espera”, es, así, la imagen de la Iglesia que a su vez transmite y propaga la belleza del Salvador, y que con este vigor que viene de lo profundo, produce liberación. Hay mucho estruendo en nuestras conciencias, en nuestro psiquismo y en nuestro espíritu. Liberémonos del estruendo, revivamos la belleza de la oración, como lo hemos hecho en el rezo de las vísperas cantadas en la misa en la iglesia catedral, un modo en el que hemos visto con los ojos de la fe cómo el espíritu recibe liberación con la oración sálmica, lo cual decía ya el Padre de la Iglesia San Juan Crisóstomo: “Nada eleva el alma, le da alas, le aleja de la tierra, le libera de los lazos del cuerpo y le invita a meditar, a pensar adecuadamente las cosas de este mundo, como la armonía (…) que expresa la divina melodía con mesura[1].
Detengámonos un poco a considerar… Liberémonos, o, mejor, dejémonos liberar, de las ansiedades que nos acosan. Dios es eterno. Su salvación, realizada en Cristo, “ad-viene”, viene hacia nosotros, en el corazón de los acontecimientos de nuestra historia, para encaminarnos al encuentro de Quien nos amó primero, quien nos da de su Espíritu de consuelo, quien ·”llegó”, “está” y a la vez , en el sentido de la esperanza, “se acerca”, hasta que la historia del mundo llegue a ese fin el cual a la vez iniciará una plenitud, en el eterno presente de Dios, instante del que “no conocemos ni el día ni la hora” (Cf Mt 25, 13). Pidamos el Don del aumento de nuestra fe, en el Año de la Fe.

LLEVAR LA LUZ DE BETHLEHEM.. LA CASA DEL PAN

El Adviento nos potencia y nos previene, y lo hace “afianzándonos”. ¿Qué actitud se requiere de nosotros?. Más que el optimismo naïf, siempre es el realismo de la esperanza, en la fe, el que nos alimenta y consolida. El Adviento nos alimenta, pues desde esa perspectiva constituye como una renovada “Casa del Pan”, una “Bethlehem”, un Belén esperanzador.
Adviento nos alimenta y nos previene respecto del optimismo desmesurado como del pesimismo desesperanzado y del nihilismo; pensémoslo, porque no pocas veces nos asaltan tentaciones, de “no querer ver”, lo cual pareciera, al menos en primera instancia, menos problemático para nuestras vidas, pero no es así. En cambio si nos atrevemos, si osamos mirarnos  a nosotros mismos y luego no quedarnos dentro sino salir para abrirnos a la luz de la verdad (lo cual no es tan frecuente, se requiere valor para hacerlo), entonces constataremos cuánta necesidad de sanación, de conversión, hay en nosotros (y en los demás). Osemos también verlo en lo que concierne a nuestra misión en la Iglesia, lejos del optimismo artificial y del pesimismo, como nos lo aconseja este pensamiento: “(…) hay un optimismo fácil y muy artificial, el cual presupone que todo es bueno y que todos nosotros somos buenos. No es ésta la realidad del hombre de hoy. Si fuera así, no tendríamos droga, ni suicidios (…) Cómo sería agradable hablar sólo de cosas buenas y bellas. Mas los hombres vienen a nosotros porque sufren y necesitan una respuesta verdadera a sus pena profundas (…) Necesitamos tener una fuerza nueva, estar convencidos que tenemos en nuestras manos los medios para curar a los hombres, que es nuestro deber entregarles esta palabra de salvación y que ella es verdaderamente muy necesaria para el hombre (…)[2]
En este contexto de “fuerza nueva”, para la figura de la luz, hemos previsto un símbolo coadyuvante con el cual comenzar el Adviento. Hoy hemos un gesto especial en nuestra iglesia catedral de Santa Florentina, un símbolo: “la luz de la paz de Belén” que cada año un niño scout austríaco enciende en la gruta del Nacimiento de Jesús en Belén y la lleva hasta ese país, Austria, desde donde, en una ceremonia que profundiza en el ecumenismo y el diálogo intercultural e interreligioso, se distribuye luego a parroquias, hogares particulares, hospitales, asilos, prisiones... 
Con esa luz hemos encendido hoy por la tarde el primer cirio, el azul, de la “corona de Adviento” en el presbiterio de la iglesia. ¡Es un gesto que respira amor!. Lo hacemos con agrado, tanto más en presencia de tantos niños que asistieron (scouts y muchos otros) pues el símbolo sirve y vale si lo sabemos apreciar, y sobre todo si queremos realizar “lo que simboliza”. El símbolo tiene “algo” de lo simbolizado; en el gesto de la “luz de la paz de Belén” de Galilea, hay algo del trascendental belleza, definida como quae visa placent[3], hay, diríamos, una simbólica contagiosa chispa del esplendor de la verdad. 
Pero la Liturgia del Adviento es el “gran símbolo”. Para nosotros, en la plenitud de Cristo, nos hace reflexionar, con una renovada luz, en lo más importante, que es entregarnos a la adoración de Dios. La plenitud la tenemos, sólo debemos dejar entrar en nosotros la Presencia real, vivir de la Presencia eucarística, dejar entrar en nuestros corazones la relación intrínseca, amorosa, entre la eucaristía y la adoración[4]
Pastores y fieles nos comprometemos en este nuevo Adviento a llevar luz, pues esparcir obscuridad es lisa y llanamente una emanación del pecado. En especial a los consagrados, les recuerdo, me lo recuerdo a mi mismo, comprometámonos más, con mayor fervor, ése que caracteriza a la “nueva evangelización” a ser “luz y sal”, como nos lo pidió Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, el cual vino para salvar a su pueblo de sus pecados (Cf. Mt 1,21) y para santificar a todos los hombres. 
Sintámonos deudores para con una misión recibida pues como Él ha sido enviado por el Padre, así envió a sus apóstoles (Cf. Jn 20,21), a los que santificó, dándoles el Espíritu Santo, a fin de que, a su vez, glorificasen al Padre en la tierra y salvaran a los hombres, «por medio de la edificación de su cuerpo» (Ef 4,12), que es la Iglesia. 
Entonces el obispo también desea decirles esto: que hoy quiere expresar ante ustedes su necesidad de conversión y renovada misión como profeta y servidor, porque los obispos, puestos por el Espíritu Santo, suceden a los apóstoles como pastores de almas, y junto al Sumo Pontífice y bajo su autoridad tienen la misión de perpetuar la obra de Cristo, Pastor Eterno, y es por eso que son auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores[5]. Convencido de este servicio al que el Señor nos llama y al cual le hemos entregado la vida, les digo que hoy, aquí, el símbolo de la luz nos recuerda que esta iglesia catedral es también Casa del Pan para la diócesis, la Iglesia misma es Casa del Pan, Bethlehem, para la humanidad, para llevar en la misión, la Luz de Cristo.

EL FIN DE “UN MUNDO” SIGNADO POR EL EGOÍSMO

En la Palabra de este primer Domingo de Adviento hubo referencia a “un fin”. ¿Hemos escuchado con atención el Evangelio?. La liturgia inicia hoy la celebración del primer domingo de Adviento, con un trozo del Evangelio de Lucas (Lc 21, 25-28. 34-36). Llegarán los días…” nos dijo el Señor, invitándonos a estar despiertos, prevenidos, invitándonos a la vigilancia; más que sucumbir al miedo, a vigilar, velar.
 Todo se pasa, Dios no se muda” nos enseñó en poesía Santa Teresa de Jesús. Este mundo pasa, todos nuestros acontecimientos, tan significativos, de tanto peso y espesor que son, o que simbolizan o significan para nosotros, también pasan, por no decir cuán presto, si nos fijamos bien, pasamos nosotros por este mundo. Tempus fugit, huye velozmente, y qué pena da el ver que no poca gente (¿algunos consagrados pueden estar afectados también por ello?) parece “transcurrir” su tiempo “como si Dios no existiera” o bien como si “nuestro tiempo” fuera “un vacío a llenar con nuestro propio “relleno”. 
Pero vacío, en sí, no hay. Con divina sabiduría, el Evangelio nos invita a vivir con plenitud, el cristianismo es plenitud. Y si en realidad hemos escuchado (shemá) el Evangelio de hoy, descubrimos que Jesús anuncia para un “cuando” que sólo el Dios Altísimo conoce, la inminencia de su retorno como “en gloria presencial” (Kebod, Shekihah, ambas juntas), y esto con un previo proceso, el de nuestra historia, la historia del mundo, es decir, un iter… que se desarrolla en el tiempo, hasta que su Aparecimiento sea anunciado “a la voz del Arcángel y al son de la trompeta de Dios” (Cf 1 Tes 4, 16). 
¿Y mientras tanto –podemos preguntarnos- cómo obrar?. Orar y vivir, trabajar y amar. El pasaje evangélico de este primer Domingo del Adviento se despliega a la manera de un “díptico”, presentando, por un lado, una especie de “de-creación” cósmica, y una “re-construcción” sobrenatural, con “la Venida”. Mientras tanto, y sabiendo que, en cierto sentido y en cierta medida, algo de cada uno de los postigos de ese “díptico” a venir, ya los vivimos día a día, crezcamos en la fe, no nos dejemos ganar por el miedo o la desesperanza, y sepamos que lo único que puede destruirnos es el pecado como alejamiento de Dios y de su Amor, como “frustración” en lo particular de nuestras vidas, del proyecto de la divina Sapiencia. 
En síntesis, podrían incluso caer a plomo los astros que Dios mismo colocó en el firmamento, podrán desencadenarse los elementos en la tierra (todo eso, si Él lo quiere o permite, será para un mayor bien, en su “Proyecto”). 
Pero, como tal, es el pecado en tanto negación, aversión, rechazo al Amor divino y sus consecuencias, lo único que atrae des-construcción, lo que provoca la muerte del alma. Aunque se cayera el mundo material, aun así, en su caída, ésta, por vertiginosa y potente que fuere, nunca podría destruir nuestra unión con Cristo, si confiamos de verdad en Él. Dios es fiel, admiremos su “fidelidad” (el bíblico emét), ni un cabello de nuestra cabeza cae sin su permiso.  
Creo que uno de los sentidos convergentes que podemos dar al pasaje evangélico –también aunque no sólo- es que en cada Adviento “muere” y “termina”, “cae” un mundo signado por el egoísmo, y el odio, y renace, por la fidelidad de Dios, la reconciliación. Un día terminará el mundo y vendrá el Justo Juez. En este tiempo, mientras tanto, la Iglesia, dentro de los particulares espacios para la belleza que nos proporciona, nos da en el Adviento la armonía en la justa proporción, para poder admirar la Liturgia y no caer en el puro activismo; así como tampoco en la pereza y las omisiones, tan letales. 
La Iglesia, diría, nos presenta en el Adviento a considerar “la actitud del que admira”, como decía ese muy buen teólogo y gran persona que fue el (difunto) Padre Servais Pinckaers: “La admiración constituye a nuestro parecer la fuente más profunda de la energía y de la calidad (…); ningún imperativo se la puede igualar (…) Dime lo que admiras y te diré quién eres[6]. En este aspecto, la fe implica también admiración, en la medida en que ésta “nos abre” más y más, con humildad, a la luz de Dios. 
Contemplativos para la acción (como decía el Cardenal Eduardo Pironio), pienso que así hemos de ser. Por eso, la actitud admirativa acerca de las obras de Dios, proyecta “un rayo de luz”, como ese rayo al que se refiere el Papa Benedicto XVI en Porta Fidei, aludiendo a la carta de Pedro: “Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo (…) alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9)”[7].

JESÚS, EL ALFA Y OMEGA, VIENE

La otra cara del díptico, como hemos dado en llamarlo, del Evangelio de hoy, nos habla de la venida del Hijo del hombre: “sobre una nube, lleno de poder y de gloria”. Lo creemos, lo esperamos. Mientras tanto, ciertos de la Resurrección gloriosa, nuestra conversión consistirá en “abrirnos de corazón” al proyecto de Cristo, el proyecto de un mundo nuevo y de la nueva creación; abrirnos, en última instancia, y permítanme que lo repita, pues ya lo he dicho, “a la adoración”, que nos abre a horizontes infinitos…. A decir verdad, podríamos considerar que si testimoniáramos más y con mayor realidad irradiante esto dicho, con seguridad no habría en el mundo que nos rodea tanto vacío existencial. 
La entera Liturgia nos lleva a amar y adorar, a dignificarnos y a dignificar, tal como en una oportunidad lo dijera el Papa Pablo VI: De nada serviría la reforma litúrgica si no aumentaran en la Iglesia los verdaderos adoradores del Padre en espíritu y verdad, conscientes de su dignidad de miembros del Cristo, que está presente de modo eminente en la comunidad del culto y ofrece con nosotros su sacrificio a Dios[8]
Por cierto, dicho último pero no menos importante, la Liturgia nos lleva a la vida, a realizar en la vida la caridad de Cristo, que nos apremia, la caridad interpersonal, social, al amor hasta que duela, hasta dar la vida, como en una “teodramática” a la manera de Von Balthasar, con ese teo-dramatismo del Sí, del “Amén”.  
Será entonces la ocasión de contemplar este misterio, en este Adviento, con la viva admiración como a una viviente obra de arte, la cual, precisamente por serlo, como decía M. D. Philippe, nos “lleva al misterio del cuerpo glorioso de Cristo[9]
Dios es fiel, su fidelidad es grande, tengamos confianza en el Señor, por difíciles que sean las circunstancias que nos toca vivir (y lo son). Obremos en consecuencia, en las circunstancias concretas de nuestra vida, con la Cruz Pascual que el Señor nos dé, sea como fuere el devenir de la figura de este mundo, orando y trabajando por la realización, muy noble, leal, realística y esperanzada, de la “luz de la paz de Bethlehem” porque, al final, en última instancia, nos sucediera lo que nos sucediera: ¿quién podrá separarnos de Dios?. 
Estamos unidos al Señor, el Principio y el Fin; el que es, y que era, y que viene, el Todopoderoso. Él nos ha salvado; Él viene. Nada puede separarnos de su Amor. Con la ayuda materna de la Virgen Madre de la Iglesia, a quien le imploramos protección, guía, que nos tenga de su mano amorosa, a nosotros, nuestras familias, nuestras comunidades.



+Oscar Sarlinga
Sábado 1ro de diciembre de 2012, víspera del I Domingo de Adviento




 

[1] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Expositio in psalmum 41, 1: PG 55, 156.
[2] J. RATZINGER- Davanti al protagonista. Alle radici della liturgia. Cantagalli. Sena 2009, pp. 59. 60. 61.
[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, I, 5, 4 ad 1m.
[4] Cf. BENEDICTO XVI, Adhortatio apostolica Sacramentum caritatis (22-II-2007), n. 66: AAS 99 (2007) 155-156.
[5] Cf. CONC. VAT. II, Cost. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, cap. III, nn. 21, 24, 25: AAS 57 (1965), pp. 24-25.29-31 [pag. 163ss, 173ss].
[6] SERVAIS Th. PINCKAERS, À l´école de l´admiration. Saint Paul. Versalles 2001, p. 5.
[7] BENEDICTO XVI, Carta Apostólica en forma motu proprio PORTA FIDEI con la que se convoca al Año de la Fe, dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, n. 25.
[8] PABLO VI, Discurso al Colegio Cardenalicio, 22-VI-1973: AAS 65 (1973) 382.
[9] M.-D. PHILIPPE, Philosophie de l´art. Ed. Universitaires. París 1994, p. 51.