| Imagen del pesebre del retablo de la iglesia cocatedral de Escobar | 
23 de diciembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas
En lo que va de este Año de la Fe al que nos ha convocado S.S. Benedicto
 XVI, y al cual como diócesis hemos dado apertura solemne el 12 de 
octubre en Nuestra Señora del pilar, he pensado mucho en la maternidad 
divina de María, por ser Ella la Esposa del Espíritu Santo, y como, a 
partir de su Hijo Jesucristo, sigue engendrando y dando a luz a las 
almas predestinadas, en el sentido paulino, para que vivamos como 
creaturas nuevas, creaturas sanadas por la gracia, creaturas de un 
“pueblo mesiánico” que es la Iglesia, cada uno de nosotros con una 
vocación y elección, dentro de la gran vocación natalicia a la santidad.
 Todos somos pecadores, y por consiguiente sujetos a la muerte, y 
necesitados de la misericordia infinita de Dios; la “Navidad interior”, 
esto es, el misterio vivido en el corazón, nos ayudará a verlo como 
“misterio interior, renovador, misterio que nos hace profundizar en el 
verdadero “discurso de Jesús”, que es la humildad, la de Dios 
omnipotente que se hace hombre, frágil, hermoso, que nos sonríe desde el
 Pesebre. Desde esta perspectiva, una Navidad vivida en el misterio de 
Dios, es “medicinal”, o, como verbalizaba San Agustín, “la primera 
medicina de la cual tenemos necesidad” (Cf De Trin. 8, 5, 7; P.L. 42, 
952).
Pienso que sólo desde aquí puede renacer en nosotros una vida buena; 
sólo desde aquí puede renacer la gracia del perdón, la de perdonar y ser
 perdonados. Me invito y los invito, en Navidad, el Nacimiento, el 
acontecer del Niño, a escuchar la amorosa (y lapidaria) frase 
evangélica: «Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los 
cielos» (Mt 18, 2). Misterio y desafío. Hay mucho afán del poder por el 
poder mismo; tanta prevaricación de los corazones, tanta inmunda 
calculación, traición, tanta ingratitud, tanto egoísmo… pero sobre todo,
 y esto es lo importante, tanta esperanza, tanta luz, tanta bondad.
Esa luz nos iluminará para ver, con los ojos de la fe (tanto más en el 
Año de la Fe) que Belén, la que fuera la aldea perdida en el recuerdo en
 Tierra Santa, ha sido la esperanza por excelencia de un mundo renacido,
 y sigue siéndolo también para nosotros, hoy, aquí, en las 
circunstancias concretas de nuestra vida, en la cual  Belén deviene 
nuevamente la Bethlehem, la Casa del Pan, promesa y garantía de la paz y
 de la justicia del Reino en nuestra vida, de la Mano amorosa de Jesús, 
el Niño, el Hombre-Dios, el dador del Espíritu que nos consuela en todas
 nuestras luchas.
A María Santísima, Esposa del Espíritu Santo, Madre de Dios-Hijo, Hija 
de Dios-Padre, los invito a clamarle con gozo, en esta Navidad:
• “Dichosa tú que has creído”, porque ante el anuncio del Ángel, aceptó 
la voluntad de Dios, como Servidora, porque, siendo Mujer de la escucha,
 creyó.
• “Dichosa tú que has creído”, porque pese a haber entrevisto lo que 
significaría su misión, y tal vez haber entrevisto también los 
sufrimientos que le traería, sin embargo, confió y creyó, en Dios, el 
Único Amor, el Único que no desconsuela ni defrauda.
• “Dichosa tú que has creído”, porque no se guardó para sí misma la 
pregunta que formuló al Ángel, paradigma para nuestra fe, y aceptó una 
misión que para la humanidad era imposible, pero no para Dios; porque 
creyó, y de este modo esa “pequeña mujer que encontró ese día lo 
Infinito” recibió ya en ese momento el Sol de Justicia que la hizo “la 
Mujer revestida de Sol” y nos abrió así horizontes infinitos de 
esperanza, haciendo que en un camino de vida, donde nadie nos dijo que 
no tendríamos oscuridad alguna, a la oscuridad, sin embargo, siempre le 
ganara la luz de la fe, del amor, de la verdad profunda, la que “germina
 de la tierra” (Ps. 85).
Y al Padre de los Cielos, Señor de los Ejércitos, Padre de Amor y de 
Ternura, le confiamos nuestro corazón y nuestro itinerario de vida, el 
nuestro, el de nuestras familias, comunidades, el de nuestra patria, en 
el Nacimiento de Jesús, en la humilde y gloriosa Navidad, con acción de 
gracias, como es propio de los bien nacidos, el ser agradecidos.
Haciéndonos como niños, te decimos, te clamamos, ¡Gracias, Padre, de 
corazón, por tu Hijo Jesús, el Niño, en el Espíritu de Amor!. Bendícenos
 y que nada consiga apartarnos de tu Mano, que ninguna oscuridad ni 
maldad cubra en nosotros la irradiación de tu luz divina.
Feliz y Santa Navidad.
Amén.
+Oscar Sarlinga, Obispo de Zárate-Campana
No hay comentarios:
Publicar un comentario